jueves, mayo 10, 2012

El puente, historia de un triatleta

Si eres corredor de distancia Ironman este pequeño relato te va a erizar la piel. Tomate 10 minutos para encantarte con un cuento del atleta Oscar Piolini que próximamente lanzará su libro de ficción sobre cuentos cortos de triatlon, ciclismo, amor y muerte.

 

[Por Oscar Piolini]

 

El puente, historia de un triatleta

Estiró el traje de neoprene probando al máximo su resistencia, buscando el límite. Lo acomodó junto a los montones de zapatillas y un par de infladores en un bolso de entrenamiento. Las bicicletas de ruta y los cascos invadían el espacio de los helechos de Julia. Ahí, todo amontonado con el triciclo de Aldana.

Elongó su metro setenta y siete lo más que pudo.

El olor a aceite frito del departamento de al lado que, como un fantasma se adueñaba del dos ambientes, le dio hambre. Era la hora de buscar a Aldana en el jardín. Hoy por suerte le tocaba a Julia. Se calzó el bolso en el hombro con gesto automático, palpó la reglamentaria y salió. Sería mejor comer un sándwich en la seccional.

Cerró la puerta del edificio de departamentos. Cuántas veces la había escuchado a Julia decir que un día de estos agarro mis bártulos y me mando a mudar de este colmenar de mierda.

Caminó hasta la esquina de Garay y 24 de Noviembre, donde estacionaba el taxi. El taxi: su trabajo complementario, su forma de borrarse, mejor dicho.

Dudó entre manejar o caminar. Caminar mejor. Caminó despacio sólo por el hecho de hacer durar la espléndida mañana. Y observar. Le gustaba observar a la gente. Escudriñarle los gestos, desnudarles el alma. Lo divertía particularmente jugar a adivinar qué pensaban los desconocidos. Sin que se diesen cuenta, claro.

Ahí estaba el diariero, con pinta de haber discutido con su mujer esa mañana. Le vio el pantalón mojado: los años no venían solos, ya lo estaba atacando la próstata.

Unos metros más adelante, el carnicero bajaba la carne del camión. Silbando la bajaba, contento. Qué envidia: ese tipo era feliz. El carnicero, que a lo mejor ni llegaba a fin de mes, era feliz. Y a él, ese conocimiento, le generaba angustia. De tanto leer filosofía había adquirido la manía de rememorar aforismos. ¿Cuánta verdad estás dispuesto a soportar?, parafraseó a Nieztche. Y sonrió al carnicero, como si todos los domingos fuesen juntos a misa de diez.

La comisaría lo recibió con ese vaho mezcla de encierro, humedad y cigarrillo —al que había tenido que acostumbrarse a la fuerza— y que después de diez años seguía molestándolo tanto. Abrió de par en par las ventanas de su oficina compartida, y se puso a hojear el Clarín: los titulares ya no decían nada. Recién en la tercera página —y ni siquiera en negrita— se hablaba del robo del Banco Ciudad. También decía algo de la ineficacia de la policía para encontrar a los culpables. Lo mismo de siempre. El argentino había perdido la capacidad para sorprenderse. Es el país ideal para robar, matar o estafar, como le decía siempre el viejo. Y tenía razón, nomas.

Cinco días atrás, le habían asignado el caso y él todavía no tenía idea de por dónde empezar. O, lo peor, no tenía idea de cómo iba a terminar la cosa. No hay vuelta, pensó, este año tampoco hay ascenso. Aldana va a seguir en el jardín municipal, aunque Julia proteste. Que protestase, que protestase todo lo que quisiera. Él no podía hacer nada.

Después de diez años sin fumar, extrañaba el cigarrillo más que nunca. Se imaginaba encendiendo uno y aspirando bien profundo el humo, saboreando la pitada —sobre todo la primera pitada del día— mientras repasaba el caso.

Desde que le había picado el bicho del triathlon, no había fumado más. Nadar, pedalear y correr le ocupaban todo el tiempo, era como si llevara el triathlon a todas partes: a la policía, al taxi. Además, estaba Aldana. Y además de Aldana, Julia. Además, Julia.

Releyó el expediente por enésima vez mientras sopesaba las premonitorias consecuencias de no resolver el caso, aunque nunca se sabía; ausente de culpas, el destino aborrecía los mínimos descuidos.

Sucursal del Banco Ciudad, Rivadavia al 1400, fecha de cobro de agentes municipales y jubilados. Un gentío. 11 am. Un masculino delgado y de estatura media, piel trigueña, saca arma de fuego, balea al policía de custodia y toma la plata de dos cajeras. Pone el efectivo en una mochila y disparado como una flecha se sube a una bicicleta, escapándose por Rivadavia de contramano. Única seña particular de testigos oculares: un tatuaje tribal en el brazo derecho. Todo ocurre en siete minutos.

Infantil, pensó, infantil a todas luces. Casi pueril. ¿Cómo un tipo sin apoyo alguno, entra a un banco, mata a un policía y se alza con la plata, y después se lanza en bicicleta a toda carrera?

¿Tomás algo, Fernández? —la voz del mozo de la cafetería lo sacó del tema.

El tipo estaba arreglado con alguien del banco —dijo—, seguro.

¿De qué me hablás, che?

Del robo del Banco Ciudad. No me hagas caso. No, no quiero tomar nada.

¡Fernaaannnndeeeeeez! —gritó el comisario—. ¡Vení para acá, carajo!

Le vinieron a la mente las palabras de su viejo, cuando era chico, aquella vez que lo descubrió leyendo a Heidegger y Platón, le dijo: ¿Para qué lees todos esos libros, me querés decir? ¿No te das cuenta que te llenan la cabeza de estupideces? Si querés llegar a alguna parte, tenés que romperte el lomo como hice yo.

Y ahora, obediente y sumiso, pero maldiciendo por lo bajo, se sentó frente al comisario. Ese resentido agrandado que, como siempre, escoltado por una guardia pretoriana que le cebaba mate continuamente, lo miraba desde arriba.

Escuchame bien, Fernández…

Diga, jefe Fernández masticaba las palabras, tomando aire profunda y pausadamente, como queriendo extraer átomos de oxígeno de esa atmosfera viciada.

Escuchame bien, Fernández. ¿Estás dormido, hoy, o qué mierda te pasa? No paran de llamarme de la Superintendencia. ¿Qué estás haciendo con lo del robo del Ciudad? Movete, haceme el favor. ¡Me tenés harto! ¡Po-dri-do, me tenés, Fernández¡ ¿Me entendés?

Fernández vio que el gordo que cebaba mate, lo miraba de reojo, sonriendo con gusto esperando que empezara el espectáculo. Apoyó un poco mejor el culo sobre el taburete, que le quedaba chico, no queriéndose perder el degüello.

Sí, jefedijo él. Y, para sus adentros, recitó Maquiavelo: Todos ven lo que aparentas, pocos ven lo que eres. Tenía que parecer dúctil, maleable y obediente. Mostrar sumisión. Mostrar paciencia. Mucha paciencia… Y él tenía mucha paciencia, y también tenía resistencia. Pensó en el sueldo seguro, el aguinaldo, las vacaciones pagas, las horas extras, el alquiler del departamento al día, terminar de pagar la bici nueva, la obra social para Julia y Aldana. Y hasta pensó en la pensión y el seguro de vida.

Mira Fernández —le dijo el jefe—, vos no entendés nada —y agarró un mate que le cebaba el gordo.

Fernández miró al gordo faldero del comisario y pensó: ¡si supieras, Gordo!

—¡Fernández! —otra vez el comisario—. ¡Mirame, carajo! Todos los pelotudos como vos que fueron a la facultad no saben ni limpiarse el culo solos. Se creen que son superiores, Ja, superiores porque tuvieron unos viejos con dos mangos que le pagaron una facultad de cuarta. Y, ¿sabés qué? No son más que una manga de pelotudos. Eso sí, pelotudos con sueldo. Sueldito, bueh. Como vos, Fernández. Como vos… —y chupando de la bombilla hasta que empezó a hacer ruidito, lo miró a los ojos con una de esas miradas suyas, tan de hijo de puta.

Sin lugar a dudas, el muy guacho esperaba una reacción. Toda acción genera una reacción, pensó Fernández. Pero él no pensaba darle el gusto.

Miró al gordo: cada vez se parecía más a Nerón, dispuesto a disfrutar de la arena de el Circo Romano. Quería sangre. Se notaba que la mutilación ajena lo deleitaba. Seguro que, como siempre, la historia de otro será lo más importante que vas a tener para contar esta noche cuando llegues a tu casa, gordo. Porque vos tenés una vida tan pobre… Pero no importa, siguió pensando Fernández, el rencor es el mal de los tullidos, gordo. Disfrutalo.

—Escuchame bien, Fernández —otra vez el comisario había pronunciado su apellido, con bronca lo decía—. Escuchame bien: te lo voy a decir clarito para que no te queden dudas de nada, pibe. La cosa es así: si no paramos esta bola, a mí me mandan el pase. Y, si me dan el pase, me voy a terminar retirando con una pensión de mierda. Con la mínima, ¿entendés? Y yo quiero retirarme con la máxima, ¿viste? Cueste lo que cueste y caiga quien caiga, Fernández. Así que andá moviendo el culito, o yo te juro que vos no ascendés en tu reputisima vida. ¿Entendés, Fernández?

No supo por qué, pero a él se le vino a la mente una cosa de lo más estúpida: pensó en cuánto hacia que Julia no le daba un beso por las mañanas. Cuánto extrañaba él ese beso. Era lo más importante de su vida. El beso de Julia por las mañanas y después llevar a Aldana en su taxi hasta el jardín, pensó con nostalgia.

¿Entendiste, Fernández ?, la voz del comisario seguía retumbando en su cabeza. Pensó que ése era el típico diálogo en que un boludo se cree inteligente y un inteligente que se hace el boludo. Tengo que mantenerme controlado, se dijo. Controlado y obediente. Como él quiere que yo sea, no como yo quiero ser. Igual no se va a dar cuenta. Con que le diga lo que él quiere escuchar, lo voy a tener contento.

—Encana a alguien, Fernández —insistía el comisario—. No importa a quién. A cualquier boludo. Buscate un gil con antecedentes; la calle está llena de giles con antecedentes.

—Pero…

—Eso le encanta al populacho. Buscate algún pendejo de mierda. Hay que hacerle creer a los diarios que actuamos rápidamente, así nos dejan en paz. Que no tengan tiempo de pensar, y que sigan con otra noticia —agarró otro mate y chupó—. ¡La puta, esto está que pela, gordo! —Lo miró a él con ojos de reptil y le dijo—: Meté a cualquiera adentro. Después vemos. Que se rompan los cuernos los jueces. A mí me importa un carajo. Encana a uno de estos que no saben ni leer de corrido y listo. Hay que descomprimir, ¿entendiste, Fernández? ¡Descomprimir!

—Sí, jefe. Ya me ocupo. Ya va a ver. Voy al escritorio y hago un par de llamadas al bajo Flores, ¿le parece, jefe?

—Anda, pibe. Y apurate. Y mirá que si te portás bien hablo con el tordo de la cochería y te paso unos días de licencia por enfermedad y te vas a boludear con la bicicleta, a hacer eso que a vos te gusta. Trea… trea-cuánto?

—Triathlon, jefe. Triathlon de larga distancia.

—Bueno, eso. Eso. Vos sí que no tenés un carajo que hacer, Fernández. Andá, apurate y resolvelo.

Se puso a revolver unos papeles, y Fernández encaró para su oficina. Antes de salir oyó que el comisario se las había agarrado con el gordo.

—Y, vos, boludito, ¿qué te parece si cambiás la yerba, y que no se te hierva el agua. ¿O tenés ganas de ir de centinela a la puerta de mi casa esta noche?

Mientras dudaba entre si el comisario conocía más adjetivos que la palabras boludo, mierda y carajo, se puso a revisar los diario de su escritorio.

Un grito lo paró en seco.

—¡Ferrrrnánnnndeeeeeezzzz!

Pegó un salto de su silla y corrió a ver qué bicho le había picado ahora al comisario. El gordo del mate lo miró con una sonrisa triunfal de dientes amarronados. Como esperando un desenlace rápido y sangriento.

—Cuando te vas, no te olvides de pasar por la zapatería y llevale un par de zapatos, taco aguja, a mi mujer, numero 37. Negros . Negros como a ella le gustan. Envueltos de regalo, ¿dale?

—Ser lúcido es un premio pero también un castigo —musitó por lo bajo, y volvió al expediente:

Una ambulancia del same que hacía base en el Hospital Santojanni y dos patrulleros de la 42 acudieron al llamado de auxilio. La ambulancia demoró unos quince minutos. El médico de la ambulancia, un tal Dr. Ibáñez, dijo que el tiro fue único y a la cabeza. De cerca y a sangre fría como evitando el chaleco antibalas deliberadamente.

Seguro que el tal doctor Ibáñez, aburrido de tanto hacer guardia, miraba la tele de trasnoche mientras su mujer, víctima del alplax, roncaba.

De los dos patrulleros que iniciaron la persecución, el que iba de contramano por Rivadavia, siguiendo la dirección del sospechoso, chocó de frente con un camión de reparto de Coca Cola. Otra ambulancia del same, pero esta vez del Htal. Álvarez, tardó 37 minutos y se llevó a los dos agentes al Htal. Churruca. Uno de ellos con heridas de gravedad.

—Habilidoso el ciclista —dijo—. Ya le estoy tomando un poco de cariño.

El otro patrullero que venía por Lisandro de la Torre intercepta al sospechoso en la estación de tren de Liniers del Sarmiento. El sospechoso se carga la bicicleta al hombro y corre por el puente peatonal aéreo en dirección provincia. Los agentes continúan la persecución a pie aunque la misma se complica por la cantidad de gente y por sobre todo por la cantidad de ciclistas subiendo y bajando del tren a esa hora. Finalmente, el sospechoso una vez que cruza corriendo la estación se monta a la bicicleta en un movimiento rápido, y continúa su carrera por la colectora de la Gral. Paz en dirección a Villa Lugano. No se lo vio más.

Fernández miró la firma de los dos agentes de la persecución a pie del expediente. Los conocía muy bien. Demasiado bien. El más joven tenía unos 56 años y rondaría los 110 kilos. Fernández se lo imaginó tratando de correr al ciclista, con los pies hinchados dentro zapatos de calle y blandiendo la panza, agarrándosela de a ratos, y puteando por el atracón de pizza que se había dado ese mediodía. Estaba claro que no podía correr sin que le faltase el aire más de veinte metros, y mucho menos con la motivación de su sueldo de policía. El otro, el cincuentón que conducía el vehículo, había pasado toda la noche de guardia en la 42 atendiendo los reclamos de las bailantas bolivianas de Liniers. Todo un milagro que hubiese llegado manejando hasta la estación del tren. Seguro que ni se había bajado del móvil.

Estiró la espalda contra la silla y se pasó las manos por la cara.

Sacó el mail que imprimió esa mañana. Aunque lo conocía de memoria, quería leerlo una vez más. Era la confirmación de la carrera de Florianopolis. Leyó: 4 km. de nado en mar, 180 km. de bicicleta y una maratón pedestre de 42.5 km.

Era la tercera vez que participaba de ese Triathlon, pero estaba nervioso. Justo ahora, se dijo. Sí, justo ahora. Y sonrió pensando qué diría el comisario si se enterase.

Calculó los tiempos:

Hoy, viernes. Tenía pasaje por lan para esa misma noche.

Julia siempre se quedaba con Aldana.

La largada sería el sábado a las 7 am. en la playa de Jurere.

Estaba medio ajustado, sí, pero llegaba.

Sólo le quedaba una cosa por hacer.

Volvió al expediente, al robo del banco. Qué bueno, sonrió para sí, qué bueno sería que lo trasladaban al troglodita ese. Y se puso a meditar: ¿a quién podía meter en cana? A quién podría cagarle la vida. Pobre tipo, sin tener nada que ver se iba a comer un zapateo terrible. Mínimo una golpiza. Al infeliz lo harían firmar una confesión trucha, y seguro que un par de años en Devoto se comía. Y si no era muy fiero se lo pasarían de interno a interno. Y así hasta que se aclarase todo, si es que algo se aclaraba alguna vez.

Esto es la argentina, pensó. Qué mierda se va a aclarar.

Órdenes son órdenes, se dijo. Y tomando el bolso, se encaminó hacia la salida; no sin antes acercarse al gordo que cebaba mate, para decirle al oído :

—Vos hacé lo que quieras. No es asunto mío. Pero lo sabés tan bien como soy yo: no me banco las injusticas, gordo. A mí me gustaría que me lo dijeran, si estuviese en tu lugar. Yo lo vi al jefe, ¿sabés?

—¿Y?

—Salía del telo de Independencia con tu jermu. No me la contaron. Los vi. Vos sabrás lo que tendrás que hacer. La verdad, no sabía cómo decírtelo. Estuve toda la mañana pensando en esto, gordo. Por fin me saqué el peso de encima. Sos como un hermano para mí, pero struggle for life.

—¿Qué?

—Chau, hermano, no me hagas caso. Me tengo que ir. Entendeme.

Y sin esperar reacción, se fue.

Mientras volvía a su casa, pensaba en el famoso debate: según Tomas de Aquino, el hombre tiende al bien por naturaleza. En contraposición, para Tomas Hugges el hombre es malo por naturaleza. A esa altura no tenía dudas. Se quedó con la teoría de Maquiavello: el hombre bueno no tiene sentido ya que los demás son todos malos.

Anochecía y una brisa salvadora agitaba las ramas de los tilos.

Le quedaba poco tiempo.

Ya en la puerta de su departamento, giró la llave en la cerradura. Al entrar, vio a Julia: ella lo miraba con esa rabia contenida, esa mirada que le decía todo.

—Te vas a Brasil esta noche, ¿no?

—Sí, amor —le dijo él, lo más tranquilo que pudo—. Compito y vuelvo. Son dos días apenas. No empecemos, ¿dale? ¿Y Aldana?

—Duerme. Aldana duerme. Como siempre duerme. Vos nos ves cada vez menos, Fernández. Nos ves cada vez menos. ¿Te diste cuenta? Lo único que hacés es entrenar. Día y noche, entrenar. ¿Ya no te interesamos? Estás en otro mundo. ¿Te das cuenta? No te vemos nunca. No comemos juntos, nunca.

—Pero, Julia…

—Ya sé. Te levantás a las cinco de la mañana. Pero no para trabajar. Lo hacés para entrenar. Y cuando llegás, nosotras estamos durmiendo. Yo me casé con otro tipo. No con el que sos ahora. ¡Vos cambiaste!

Lógico, pensó él. Con dos trabajos, ¿cuándo las voy a ver? Típico de Julia pensar así. También típico de Julia hablar por las dos, siempre incluyendo a Aldana en su equipo, pluralizando. También típico de ella darse media vuelta y dejarme con la palabra en la boca.

Agarró el casco, la mochila y plegó el traje de neoprene sobre su hombro.

—Pasado mañana estoy de vuelta, amor —dijo a modo de despedida—. Todo va a cambiar. Te prometo que a la vuelta, todo va a cambiar —repitió, con la certeza que Julia no iba a responder.

Ya con una mano en el picaporte, la buscó con la mirada. Julia regaba los helechos con una cacerolita mientras pateaba los montones de zapatillas para abrirse paso. Él echó una mirada a los cuartos. Y le pareció, por un momento, que eran almacenes de recuerdos.

Por suerte él era previsor. Cinco días atrás, había desarmado la bici de carrera para poder meterla en una caja, que a regañadientes entraba en el asiento trasero del taxi.

Puso primera.

Aún le restaba algo por hacer camino a Ezeiza.

Condujo hasta La Diosa. Sabía que ahí paraba el pibe del comisario.

No encontró al pibe en ese momento, pero él era paciente. Lo iba a esperar.

Nafta tenía de sobra. Unos giros alrededor del boliche, no le hacían mal a nadie.

Mucha paciencia, le repetía su coach en los entrenamientos de 10 horas. Y sí, si algo tenía él, era paciencia y resistencia.

Otra y otra vuelta.

Cuando el pibe paro el taxi, abrió la puerta y dijo algo del tamaño de la caja.

—¿Está de servicio? —dijo, tímidamente.

—Claro, pibe —nada que ver con el padre, pensó Fernández. Y sólo por un instante, le tuvo lástima—. Subí adelante.

No bien el chico cerró la puerta, Fernández lo agarró de los pelos y le estrelló la cabeza contra el volante. Una, dos, tres veces, y perdió la cuenta. Hasta que lo dejó sin conocimiento y sin los dientes.

A unas cinco cuadras, los gendarmes patrullaban por Puerto Madero. La cara del pibe había quedado irreconocible.

Él se acerco al primer gendarme, que tenía pinta de ser del interior, y le gritó:

—¡Oficial, oficial! —sin la menor duda que no era oficial—. Una gentileza, por favor —dijo. Como conocedor que el término de la familia policial, sabía que la palabra “gentileza” le abriría un rápido acceso—. Mi QSL es la 21. ¡Necesito apoyo urgente! Soy el inspector Fernández.

—Identifiquesé.

Él le mostró la credencial.

—Este es el chorro del Banco Ciudad —largó rápidamente, mientras agitaba su identificación—. Me vienen siguiendo, ¿sabe? Avise a la 21.

Y sin esperar respuesta, abrió la puerta del taxi y tiró al pibe en el asfalto.

Entonces, se encaminó a Ezeiza, con el sabor del deber cumplido.

 

Sábado 12 de febrero. 7 am Playa de Jurere. Florianopolis

Mágico momento cuando la noche pasa el día. Penumbra. Dos mil atletas aglomerados esperan el disparo de largada. Pies al borde del agua.

Sólo se ven las sombras de los cuerpos finos comprimidos en sus trajes de goma negra, movimientos coordinados de elongación de brazos cual pájaros dispuestos a volar, gestos contraídos por el nerviosismo. Gestos de guerra. Nadie esboza una sonrisa. El sonido de la rompiente sobre la arena es la única monótona melodía.

Se acerca el helicóptero que, demasiado rasante, se posa casi sobre el agua. Alguien le hace señas para que se corra.

Empieza el conteo por los altoparlantes.

Todos se unen en un solo grito: diez, nueve, ocho…

El nerviosismo es casi éxtasis.

…cinco, cuatro…

Frenesí

…dos…

¡¡¡Uno!!!

Por fin, el disparo de largada.

Dos mil atletas se meten corriendo al agua —parecen garzas que se deslizan dispuestas a despegar—. La primer boya a los mil metros. Un giro a la izquierda y mil metros más hacia la próxima. Son cuatro boyas en total.

Codazos, patadas, un cuerpo que hunde a otro. A ese otro que necesitado de aire quiere zafar y patea desesperadamente. Todo es válido con tal de conservar el espacio. El espacio propio. Struggle for life, pensó Fernández, y sintió una sonrisa involuntaria se le desdibujaba bajo del agua.

Pasando la primer boya, se separa del grupo hacia los islotes de piedra que conoce tan bien, muy seguro de que cada uno de los otros, en el medio del agua, están concentrados en su propia carrera, su propio ritmo, su propia brazada y su imperiosa necesidad de oxígeno. ¿Quién se iba a preocupar por él en ese momento?

Quizás más tarde. No ahora, pensó.

Y llega hasta las piedras. Se oculta. Se saca el neoprene. Lo estira al máximo hasta romperlo en dos, tres, mil pedazos. Y los devuelve al mar, como trozos de su pasado.

Primero al trote. Luego, cada vez más rápido, se va alejando por la playa hasta terminar confundiéndose con los turistas. Porque ahí es invisible. Los turistas, asombrados, observan la competencia. Y él se mimetiza en esta muchedumbre, como lo hizo aquella vez que se mezcló con la otra muchedumbre, aquella de la estación de trenes de Liniers, cuando se juntó con los otros ciclistas, todos con sus bicicletas a cuestas.

 

Domingo 12 de febrero. 11 am. Angra Dos Reis. Brasil

—Café da manha, senhor?

—Seguro —contestó Fernández, sonriéndole a la simpática mulata.

Hojeó el Clarín, un poco por costumbre y parte por conocer que a la realidad le encantan las simetrías y las coincidencias.

Tomó un sorbo de ese sabroso café molido, y aspiró el humo del cigarrillo hasta lo más profundo, saboreando la pitada mientras repasaba los titulares:

Comisario de la Federal, próximo a retirarse, abatido a balazos en la puerta de su casa por compañero de comisaría.

Gendarmería detiene culpable del robo del Banco Ciudad en estado de coma. No hay rastros del dinero.

Y más abajo:

En el multitudinario Triathlon de Florianopolis, desaparece en aguas peligrosas un atleta argentino. Aunque la búsqueda continúa, hay pocas esperanzas. Se encontraron trozos de su traje de neoprene.

Fernández se puso de pie. Elongó su metro setenta y siete lo más que pudo, dándose cuenta que la mulata se fijaba en el tatuaje tribal de su brazo derecho.

No hay vuelta, se dijo. Este año tampoco habrá ascenso. Y Aldana seguirá en el jardín municipal aunque Julia proteste… Y proteste. Y proteste…

http://atletas.info/cultura-atleta-el-puente-la-historia-de-un-triatleta/

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