domingo, abril 03, 2011

enfermera guerrillera


Enfermera con fusil

02 ABR 2011 14:44

A la una de la madrugada una llamada telefónica la despertó. Era el director de la clínica donde trabajaba: 'Ven corriendo al hospital. Hay una emergencia rural y te necesito', le dijo. Extrañada por la hora y las maneras, Sandra, una auxiliar de enfermería joven y madre soltera, dejó a sus hijos con una vecina y siguió las órdenes.

Al cabo de un rato, la ambulancia partía de la clínica, equipada con todo lo necesario pero casi vacía de personal. Aquella era una emergencia especial, en la que solamente asistirían Sandra, el director del centro hospitalario y el conductor de la ambulancia. A pesar de la irregularidad, Sandra guardó silencio durante todo el camino, hasta que a través de la ventana empezó a vislumbrar hombres vestidos de camuflaje y armados con fusiles. "Me asusté mucho, pero el director me dijo que eran paramilitares. Amigos, añadió. Eso me tranquilizó un poco. Además, en mi imaginario, yo pensaba que ellos eran los buenos de la guerra, porque luchaban contra los guerrilleros, que eran los malos".

Inocente e inexperta, Sandra llegó al punto de destino, donde una veintena de heridos la estaba esperando. Sin hospital, sin camas y en pleno monte, Sandra enfrentó como pudo la emergencia. "Los instalé en un establo porque no había otro lugar donde ponerlos, y puse una cuerda donde colgar los sueros. Ni siquiera había agua así que limpié las heridas con gaseosa". Ella preparaba a los heridos y el director de la clínica, un reputado cirujano, operaba a los que lo requerían.

Fueron tres días de intenso trabajo, en los que se desvivió por ayudar. Además de su trabajo de enfermera, lavaba la ropa a los heridos y les daba de comer. "A mí me dolía verlos tan mal. Me interesaba el bienestar de la persona, independientemente de si eran paramilitares o no". La mejora de los enfermos la reconfortaba, pero el anzuelo que acabaría mordiendo llegó en forma de bolsa: 1 millón 500 mil pesos. Cientos de billetes que triplicaban su sueldo mensual y que estaban comprando su silencio: "Me dijeron, tú como la canción de Shakira, ciega y sordomuda. No has visto ni oído nada".

El soborno fue bien recibido y tras ese, vinieron muchos otros más. A lo largo de un año participó en distintos operativos que le fueron llenando los bolsillos, hasta que un día le ofrecieron un trabajo de 10 días. Esta vez viajaría al sur del país, en plena selva, y como en el cuento de la lechera, Sandra construyó su castillo de arena: "Calculé que me pagarían 10 millones de pesos y con ello podría pagar la cuota inicial de un piso. Era tanta mi inconsciencia que yo solo pensaba en la plata. No pensaba en las consecuencias de mis actos".

Y es que pesar de su juventud, Sandra ya sabía lo que era pasarlas canutas. Hija de campesinos, a los 15 años ya era madre de dos hijos y como sus padres la echaron de casa, dice ella que por irresponsable, pasó tres años de su vida trabajando, estudiando y cuidando a sus hijos prácticamente sola, puesto que el padre de las criaturas era un joven adolescente ausente, más dedicado al alcohol y las mujeres que a su familia. "La culpa fue mía, pero me habría gustado que mi madre no me hubiera dicho tanto que había que soportar al marido pasara lo que pasara". A sus 19 años, finalmente dejó al padre de sus hijos y continuó su vida sola.

El sueño de lograr una casa de propiedad, con la promesa de un futuro más fácil, le hizo aceptar el acuerdo con los paramilitares. Sin embargo, era un trato envenenado que escondía una traición: los 10 días pactados se convirtieron en cinco años. "Ya no me dejaron volver a casa. Me dieron entrenamiento militar, un uniforme y un fusil".

La venda cayó de sus ojos. Ahora era una enfermera armada y su tarea, además de salvar a los caídos en combate, era matar al enemigo. Matar, curar y recuperar armas: "Me dejaron muy clara la consigna: antes de atender un herido, debía recuperar su fusil, porque si lo perdía, los paramilitares me iban a matar".

Sandra aprendió a disparar para sobrevivir, pero su comandante no quería de sus combatientes solo soldados. Él quería asesinos sin piedad. Por eso, este hombre conocido con el alias de 'Doble Cero', entrenaba a sus guerreros con métodos salvajes para 'endurecerlos'. Los obligaba a descuartizar campesinos vivos durante el periodo de instrucción militar y a practicar el canibalismo. A Sandra le tocó tragarse sus principios con un pedazo de pierna humana. "Nos había invitado a cenar, y al cabo de un rato nos preguntó: ¿cómo está la carne, deliciosa verdad? Después nos mostró que lo que estábamos comiendo era el muslo de un hombre asado. Los que vomitaron, los mató, y a los demás nos obligó a comernos el hígado y el corazón. Ese día yo sentí que perdía algo dentro de mí".

Además, Sandra fue víctima de otros atropellos por ser mujer. "En una ocasión me hizo llamar, me tiró al suelo, me puso la trompetilla del fusil en la boca y empezó a tocarme. Soltó una carcajada y de una patada me mandó para fuera. Le conté lo sucedido al médico que me metió en todo eso y me contestó: 'quien le manda ser la única mona, alta y tetona del bloque'".

A los cinco años, se le presentó la oportunidad de huir y no dudó. Tras una epopeya de varios días, logró cruzar la selva y llegar a la capital del país para entregarse a la justicia con el fin de participar en el proceso de desmovilización de grupos armados ilegales que se venía desarrollando en Colombia. A diferencia de tantos otros combatientes, Sandra no murió en su carrera hacia la libertad, pero su osadía tuvo un precio, una cruenta venganza por su traición. "Mataron al padre de mis hijos, picaron el cuerpo y lo mandaron en tres bolsas a mi suegra. Es muy duro decirlo, pero si en lugar de él hubieran matado a mis hijos nada de esto hubiera tenido sentido, porque me fui a la guerra por mis hijos, aguanté por ellos y me escapé para reunirme con ellos".

A Sandra le costó un tiempo recuperarse del trauma, pero finalmente pudo revertir la situación y aprovechar la experiencia para ayudar a otras personas. Trabaja en las llamadas escuelas de perdón y reconciliación, previniendo el reclutamiento de otros jóvenes. "Con los talleres que hacemos aprendí que ningún niño en el mundo nace con la etiqueta de ladrón, secuestrador o guerrillero. Es su entorno social, político y religioso lo que le convierten en un agresor. Así pude ver a mi ofensor con otros ojos y perdonarlo. Él no tuvo una familia con principios ni valores".

Sin embargo, cada uno debe asumir su grado de responsabilidad y culpa, y Sandra reconoce la suya: "La mayoría de humanos somos analfabetos emocionales. Yo antes estaba más preocupada en tener que en ser, pero ahora ya no me pasaría lo mismo".

http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/ellas/2011/04/02/enfermera-con-fusil.html

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