SANTIAGO SECUESTRADO, EL FIN DE UN MITO
La catedral de Santiago acaba de prohibir el acceso a la misma de peregrinos con mochila y bordón. Olvidan estos señores que los peregrinos cuelgan sus sueños de la mochila y abren paso a los mismos con el bordón. Olvidan también que la catedral no es de Cabildo alguno, ni de Archicofradía alguna, ni siquiera de arzobispo alguno, la catedral es de Santiago y sus peregrinos, del último y más humilde de éstos. Los peregrinos ya tienen vedado el acceso al árbol de Jesé, a pie de Pórtico, donde rendidos tras el largo viaje depositaban su mano abierta y sus sentimientos, eso ya es recuerdo, polvo del Camino. Pero olvidan, sobre todo, estos ensotanados señores su propia historia.
La catedral se hizo por y para los peregrinos, no para ellos, ellos son simples guardianes, “custodios” de una tumba al final de todos los caminos de occidente, porteros sin chuzo pero con sotana, porteros burócratas, espesos y municipales, porteros “desalmados”, sin alma alguna. Y el propio templo es ejemplo de libro de un santuario específico de peregrinación. Allí dormían los peregrinos, comían, cantaban por naciones, asesinaban pòr un lugar ante el Apóstol (fue menester volver a consagrar varias veces el templo por estos derramamientos de sangre), rezaban, no abandonaban a su Apóstol tras centenares o miles de kilómetros de polvo, sudor, calamidades, miedo y fe, fe infinita.
Los testimonios son abrumadores. Los narradores de la peregrinación del gran príncipe Cosimo dei Medici relataban, asombrados, como los peregrinos abrazaban con emoción a Santiago para tocarlo a continuación con su propio sombrero, y así aparecía el Apótol tocado ora de tirolés, luego de borgoñón, más tarde de baturro... siempre con la sonrisa bondadosa de complicidad con sus peregrinos. Pero todo eso es ya pasado.
Cuando se produjo el glorioso renacimiento de las peregrinaciones jacobeas, en los años ochenta del pasado siglo, la participación de la catedral de Santiago fue nula, no se enteraron de nada, todo se les fue en arquear el entrecejo cuando vieron entrar en Compostela, cubiertos de polvo y flores, a los nuevos peregrinos de un Camino renacido, para rápidamente instaurar burocracias, hacer pucheros y ponerle puertas al Campo mientras los peregrinos les llevaban noticias de los amaneceres de Estella, de los atardeceres junto a la Cruz de Ferro, del lecho de paja en la humilde palloza de O Cebreiro y de extrañas señales de reconocimiento en formas de flechas amarillas.
Se les vino encima, ni lo esperaban, ni mucho menos esperaban a los peregrinos de un Camino renacido. Todo su empeño se fue en blindar la meta, ignorando en absoluto el Camino y, mucho más aún, ignorando también que por él se estaba acercando a Santiago lo mejor de la nueva Europa. Además de amargarle la vida al gran Elías Valiña instauraron un recibimiento gélido, inquisitorial y burocrático a los peregrinos de ese Camino renacido. El peregrino, y con él el Camino, se mueve por mitos, parece vivir en un periodo liminal, sumergido en una burbuja y ajeno a casi todo, durante un viaje donde ritos y símbolos cobran una importancia fundamental. Ritos, mitos y símbolos del pasado que han hecho suyos (como la bendición del peregrinos en Roncesvalles, lo de poner sus manos en el árbol de Jesé antes de que secuestraran el Pórtico de la Gloria, o arrojar su piedra en la Cruz de Ferro) e incluso ritos del presente, nacidos con el propio renacimiento actual de las peregrinaciones, como la intensa línea de monjois creados en diversos puntos del Camino, las ceremonias de purificación de las ropas por el fuego y los baños rituales en el Finisterre, e incluso asistir a las queimadas evocadoras del bueno de Jesús Jato en Villafranca.
El carácter flexible de todo lo ritual que preside el Camino permite no sólo que viejos elementos sean completados con nuevos contenidos sino que otros elementos innovadores puedan ser incluidos sin ningún problema. La peregrinación se va convirtiendo así en una vía de escape, un viaje a Ítaca pasando por Esparta, donde cada persona puede poner entre interrogantes su propia vida confundido e igualado entre otros semejantes que viven parecidas preocupaciones acompañados de su propia sombra, a veces la única compañía de sol a sol. Todo invita a sumirse en un estado de reflexión imposible en las duras condiciones de vida y trabajo en las grandes ciudades, en un mundo dominado por las prisas y el estrés, hasta el punto de que para muchos la peregrinación supone una auténtica catarsis.
El Camino proporciona algo muy difícil de conseguir en nuestros días, el distanciamiento, distanciamiento de la familia, de las propias responsabilidades, de la propia vida cotidiana y de la sociedad a la que se pertenece. El ecumenismo del Camino, su multiculturalidad, la convivencia diaria y en condiciones extraordinarias con gentes de los más diversos países, razas, creencias e idiomas, en unas condiciones de paz, serenidad y reflexión, produce además un alimento cotidiano y un cúmulo de experiencias imposible de conseguir ya en otros sitios.
El individuo, catalogado, clasificado y alienado por la sociedad que le ha tocado vivir, vuelve a reconocerse como persona, reconoce y tal vez se reconforta en una espiritualidad que sólo era ya una luz mortecina, recupera su albedrío, se reconcentra, piensa en ese viejo amigo que tal vez dejó en la infancia ya lejana, es decir, vuelve a reencontrarse consigo mismo tras una larga travesía. De ahí lo difícil que se le hace al peregrino salir de la burbuja una vez terminado el Camino, y de ahí el enorme predicamento del Camino en si como itinerario sagrado que defienden sus mejores valedores, es decir, los propios peregrinos. Efectivamente, el peregrino viaja en una burbuja de difícil acceso, donde todo es posible, pero burbuja al fin y al cabo, sólo accesible para sus conmilitones, el peregrino jamás canta su canción salvo al que con él va, raramente se abre fuera del momento mágico que está viviendo, fuera de su Camino. Y esto es algo fácil de percibir para cualquiera que, desde fuera, se acerque a un peregrino en Camino. El rastro en los libros de peregrinos hace resaltar, poderosamente, la función simbólica del propio itinerario.
Y, caminando con ellos, está “el espíritu de Santiago”, algo indefinible que poco tiene que ver con reliquia alguna en una tumba y si con una serie de valores asumidos por todos: espiritualidad no restrictiva y en sentido amplio, solidaridad, humildad ante la naturaleza y el espacio sagrado (“el Camino”) que se está pisando, búsqueda, aventura y libertad en un gran Camino para andar. Esos valores conforman “el espíritu de Santiago” y son los que producen el auténtico “milagro del Camino” y que hacen que en el mismo se encuentren perfectamente a gusto un budista, un católico, un agnóstico o un seguidor del gran Manitú... “la puerta se abre a todos”.
Y la propia Compostela, por lo mismo, nada tienen que ver con Fátima, Lourdes, Roma o el frío ataúd de piedra en que quieren convertir la catedral de Santiago Ese espíritu de Santiago, ese “Santiago” querido por todos es el que están intentando secuestrar estos personajes, despojándolo de todo contacto real con sus peregrinos. Posiblemente la catedral de las grandes peregrinaciones quede un frío contenedor para guiris con pamelona y guías turísticos, en ello va todo el empeño de esa gavilla, los peregrinos son bultos sospechosos, ahora les quitan mochila y bordón, pronto intentarán despojarles del alma. Pero algún día el Santiago de los peregrinos soltará las amarras y el contenedor de piedra donde le mantienen secuestrado y la emprenderá a bordonazos en el lomo con todos estos ignorantes “des-almados”. Ese día repicarán todas las campanas desde Roncesvalles al Obradoiro.
QUITEN SUS MANOS DE GARDUÑA DEL ESPÍRITU DE SANTIGO. (Foto Manuel G. Vicente)
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